Los que en algún momento hemos llevado un diario personal intuimos
con claridad la frontera que separa a los diarios personales de los blogs
digitales.
La frontera no está marcada tanto por los temas como por la
existencia de un interlocutor posible, de un lector. El blog se escribe y se
publica, con todo lo que el acto de publicar conlleva: la interpretación, quizá
una respuesta, una crítica, incluso una censura abierta. El diario personal,
por el contrario, se escribe para uno mismo: su propósito suele ser dar
forma al propio pensamiento y proporcionar una columna vertebral intelectual a una
biografía.
Es cierto que algunos autores (Samuel Pepys, por ejemplo)
pudieron escribir sus diarios con la esperanza de que fueran publicados un
siglo después de su muerte, como una rendición de cuentas póstuma. El estilo
delata esta ilusión, cuando es muy elaborado. Los diarios de Tolstói son anárquicos,
descosidos, irregulares. No hay en ellos casi nada del brillo del autor de Guerra
y paz, aunque sí algunas cuentas de vidrio que nos ayudan a dibujarnos mejor la
personalidad y el entorno del escritor. Son diarios, nada más que diarios.
Samuel Pepys retratado por John Hayls |
Al posponer la publicación de un escrito, el autor establece
una distancia con el lector y con su propio texto. Esta mediatez, tanto
temporal como espacial, es necesaria para crear una buena obra literaria, pero
también es necesaria para preservar la conciencia individual. La obra literaria
es una destilación de la conciencia, pero no la conciencia misma. Si hiciéramos
que la conciencia se expresase de un modo inmediato, la haríamos transparente,
desaparecería, porque antes de formularse, la conciencia debe luchar consigo
misma: esa zona íntima que no sabemos dónde está ni cómo funciona, pero sí
que es muy delicada y fácil de destruir. Y que a veces se autodestruye.
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