Él no discute que descender trescientos metros por un pozo en una jaula y perforar piedras en turnos de seis horas sea más duro que ejercer de vigilante del museo, sentado en un taburete en una esquina de la sala. Como será más duro pescar atunes en el Gran Sol, recolectar café en las sierras colombianas o jugarse la vida combatiendo a los malos en Río de Janeiro.
Pero, dentro de treinta años, él no podrá sentar a su nieto en las rodillas para contarle con tono de héroe replicante: «He visto cosas que tus ojos no creerían. He visto arder naves más allá del archipiélago de las Canarias, derrumbarse galerías en una mina de carbón, helicópteros tirotear aldeas de campesinos, a policías corruptos hacerse pasar por valedores de la paz y la justicia».
En su lugar, intentaría explicarle que en los meses que trabajó como vigilante del museo luchó denodadamente contra el hastío y el sueño. Su nieto escaparía de sus rodillas, asustado por la charla de un abuelo tan aburrido.
«Observen la foto –reclamaría–, su expresión sumisa, bovina, conformista. Ha cumplido treinta años y carece de compromisos sentimentales. No tiene novia (ni novio), y con sus padres sólo coincide en el almuerzo de los domingos. Es libre. Como el sol cuando amanece, como el mar, como la telefonía móvil digital».
También mentiría un poco, que le gustan el fútbol y las películas de terror y no desdeña un buen concurso de la tele. Añadiría una posdata: «Está preparado para trabajar y callar. Sin problemas. Sin pensar».
Esto último acabaría convenciendo al más desconfiado jefe de personal.
Tranquilo. Una hora y catorce minutos. Tranquilo.
Dios, qué ganas tenía de bostezar.
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