En aquella época, yo trabajaba como topógrafo. Éste fue el
motivo por el que, hacia 1910, pasé varias semanas en aquella aislada región de
la Francia interior. Apenas si vi en esos montes casi desiertos algún pueblo
fantasma, pozos secos y campos abandonados, en los que ya sólo crecían especies
de plantas adaptadas a la altitud y al rigor del clima. Allí encontré una
mañana a un hombre solitario, un campesino de pocas palabras y piel curtida por
la intemperie, entregado a la tarea de hacer agujeros en el suelo reseco con una
garrota para colocar dentro una semilla. Nunca supe si este hombre había nacido
en aquella tierra, ni por qué sólo él se había quedado allí. Me pregunté qué
recuerdo tan intenso lo ataba a aquel páramo: quizá un amor y una promesa, tan
fuertes como para seguir empujándolo a su tarea obsesiva y sin esperanza. Me
marché después de unos días. Regresé a la ciudad y me olvidé de aquella tierra
y del campesino… Ocho años después, el trabajo y la casualidad me devolvieron a los mismos parajes. Me costó reconocer que
me encontraba en el mismo lugar. Donde antes había un páramo, ahora había un
bosque. Corría el arroyo de un manantial entre los árboles y, en las copas, los
pájaros habían anidado. Había sábanas tendidas al sol entre los huertos y las
casas, y los olores de los guisos se mezclaban en el aire. Un instante después de
que sonara el tintineo de una campana, un tropel de niños escaparon a la
carrera y gritando del pequeño edificio de la escuela…
El escritor francés Jean Giono |
El párrafo anterior es un resumen del cuento «El hombre que
plantaba árboles», de Jean Giono. Lo leí por última vez hace más de diez años y
he preferido resumir mi recuerdo. Los posos también son una señal de buena literatura. Ahora, consultando el original, compruebo que
en él no se dice que el protagonista sea topógrafo, y su primera visita al
paraje sucedió hacia 1913, algo después de lo que yo había señalado. Pero cuentos como éste me confirman que no
hay ningún motivo para no considerar un buen cuento como una obra literaria
importante. Valorar las obras por su tamaño sólo tiene que ver con el coste de
promoción, el precio que los editores deben pagar para exponer sus libros en
las góndolas de los grandes almacenes. Quizá también con las tarifas de las
imprentas. Se imprimen muchos libros a diario, pero no se escribe un gran
cuento todos los días. Escribir un cuento como «El hombre que plantaba árboles»
basta para dar sentido a toda una biografía dedicada a la escritura.
Adjunto el enlace a una versión narrada en vídeo de animación,
con subtítulos en español.
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