La novela ha muerto muchas veces a lo largo de la historia. Muere cada vez que pierde la capacidad de despertar, mantener y estimular el interés del lector. Muere cuando se somete a doctrinas religiosas, sociales y políticas y pierde su esencia crítica e inquieta. Muere cuando vende la libertad creativa y se deja acunar por dogmas, cuando renuncia a su exigencia formal e intelectual, cuando se acomoda al mercado de los meros intereses.
Desde la mitad del siglo XVII hasta el siglo XIX, España fue una sociedad sin novela, una sociedad sin pensamiento, inquietud ni narrativa, sometida a una nobleza reaccionaria, que expresaba su ideología estamental por medio de una iglesia cosificada. La cultura que había dado nacimiento a la novela dialogada, con La Celestina, y a la novela picaresca, con El Lazarillo, enmudeció durante ciento cincuenta años.
Ni siquiera el estalinismo acabó con la novela, aunque sí con algunos novelistas. El nazismo envió a los campos de concentración a muchos. Y el franquismo mandó a unos al exilio, fusiló a otros, y a muchos más, los del exilio interno, les amargó la existencia durante décadas.
La democracia corporativizada, en fin, ha frustrado demasiadas expectativas.
La novela muere cuando cae en las redes del finalismo y cambia la ética por la moral y la reflexión por la ideología. Cuando es vencida por un poder que sueña con una cultura sin pluralidad: cuando ella misma se cree posible sin pluralidad, sin heteroglosia, sin inquietud. También muere cuando los lectores nos convencemos de que nos basta con visualizar una narración en la pantalla, cuando creemos que nuestra imaginación, nuestra interpretación y nuestro pensamiento sobran en la cultura. Cuando dejamos de ser lectores para ser consumidores.
La novela no ha muerto. Simplemente está al acecho. Reposa. Espera la oportunidad de nuestra resurrección como lectores para manifestarse e invitarnos otra vez a imaginar y a pensar, a que cada uno de nosotros haga su lectura, a que reinventemos el mundo.