Somos muchas las
personas que desde hace años abogamos por una mayor participación de los
ciudadanos en las democracias contemporáneas. La participación tiene muchas
facetas. El ejercicio de las libertades de expresión, asociación o manifestación
puede ser visto, por una parte, como un derecho y, por tanto, como un fin en sí
mismo. Por otro lado, la participación tiene el objetivo legítimo y declarado
de conseguir afianzar la representatividad de los legisladores y gobernantes. Los
grupos de presión y los intereses corporativos y de otro tipo nunca se toman
vacaciones. Cuando los ciudadanos renunciamos a participar, la democracia corre
el riesgo de dejar de ser un sistema de representación de la ciudadanía, es
decir, deja un poco de ser democracia.
Así que la
participación no es lo opuesto de la representatividad, sino su garantía. El
voto en unas elecciones generales es otra herramienta de participación, y no
menor. De nuestro voto depende, cada cuatro años, la composición de un
parlamento y de un gobierno. Renunciar a votar es, en buena lógica, un
sinsentido para cualquier demócrata, sea de derechas o de izquierdas, de abajo
o de arriba. Estoy en contra de que el voto sea una obligación legal, como ocurre
en algunos países, pero defiendo que el voto es una obligación cívica. Nunca he
escuchado un argumento que me convenza de lo contrario, aunque he escuchado
muchos y de personas honestas.
De nuestro voto,
decía, depende la composición de parlamentos y gobiernos, pero hay ocasiones,
como las próximas elecciones en España, en que uno diría que el voto es más
decisivo que en otras. El objetivo es conseguir un parlamento y un gobierno representativos.
Desde los
despachos del Partido Popular, que va a perder su mayoría absoluta, pero aún espera
tenerla del tipo simple, se ha propagado la idea de que el partido más votado obtiene,
por ese hecho, una legitimidad suficiente para gobernar. Esta tesis se basa en la
confusión de los conceptos de mayoría simple y representación. En un escenario
de muchos partidos con opciones a escaños, es muy posible que la lista más
votada sólo represente, por ejemplo, al veinte por ciento de la población, en
la medida en que el otro ochenta por ciento no se sienta representada por él.
Ahora imaginemos,
por un momento, una papeleta mágica, una papeleta de voto que no sólo recoja el
partido con el que más nos identificamos, aquel que mejor nos representaría,
sino también aquel con el que menos nos identificamos, aquel cuyas políticas
consideramos contrarias a nuestras ideas o a nuestro concepto mismo de la
democracia. Tal método de votación existe, pero ahora sólo propongo esta
papeleta imaginaria como elemento de mi argumentación.
Así que
imaginemos, por un instante, una papeleta de voto mágica en la que podamos
expresar tanto el partido con el que más nos identificamos, por ejemplo con una
raya diagonal, como aquel con el que no nos identificamos de ningún modo, por
ejemplo con un aspa.
El Partido
Popular obtendría mi aspa. Como no podré marcarla en la papeleta de voto, que
es secreto, dejo aquí constancia de mi elección, con libertad de conciencia y
en el ejercicio de mi libertad de expresión.