De vez en cuando
suenan las campanas de una alternativa literaria, una nueva generación, una
nueva corriente… Campanas... Revistas de difusión internacional, suplementos de
periódicos y minutos basura de los telediarios contribuyen a difundir la
noticia de una nueva confluencia de estilos e inquietudes en las figuras de media docena
de escritores…
El novelista González Ledesma |
La mercadotecnia
contemporánea ha llegado a la conclusión de que es el envoltorio lo que vende,
pues la venta es, para los cerebros de la industria cultural, la medida de todas las cosas,
de las que son en cuanto que no están, y de las que no son en cuanto que sí están.
“Tanto vendes, tanto vales”, es su mensaje implícito. En la práctica, subrayemos
que la frase no es reversible: es falso que “tanto vales, tanto vendes”. Pero
puesto que han convertido la publicidad en lo esencial, podría crearse un escritor
como quien fabrica un nuevo modelo de teléfono móvil, un detergente blanqueador,
una línea de cosméticos…
Hubo en España,
después de 1868, una generación de escritores brillantes que revolucionó la
literatura de su tiempo, que puso la literatura española a la hora de Europa y
del mundo, al nivel de Francia, Inglaterra o Rusia. Benito Pérez Galdós, Emilia
Pardo Bazán, Clarín… Tuvieron el talento, las ideas, la vocación. Las
circunstancias históricas les dieron la oportunidad. La aprovecharon.
¿Ha existido en la
cultura española del último tercio del siglo XX una confluencia de talentos que
se pueda comparar con aquella proeza del intelecto?
Las comparaciones
son odiosas. Cada época precisa sus respuestas y su propia narración. Pero adelanto
mi respuesta: sí.
Hay escritores e
intelectuales españoles de las últimas décadas que, en mi opinión, justifican lo
que acabo de afirmar, no todos ellos narradores o no sólo narradores. Pienso en
Ramiro Pinilla, Juan Ignacio Ferreras, Manuel García Viñó y Francisco González
Ledesma, entre otros. Y Agustín García Calvo… Pido disculpas a los que he
olvidado mientras improviso este artículo y a los escritores que aún no he leído.
Con la excepción
del novelista Francisco González Ledesma, que recibió un premio Planeta en
1984, el resto desarrolló su obra a espaldas de la industria cultural
española. Sólo Ramiro Pinilla, ya anciano, fue reconocido. Recuperado por la
editorial Tusquets, los lectores españoles tuvimos la oportunidad de leer su
trilogía Verdes valles, colinas rojas. Agustín García Calvo creó su propia editorial, una editorial minoritaria desde la que se ganó el respeto libro a libro. En cuanto a Juan Ignacio Ferreras y Manuel García Viñó, murieron en el
ostracismo, en su particular Isla de Nunca Volverás. Sólo unos pocos escritores
y editores atípicos se han atrevido a desafiar la condena al destierro que
pesa sobre su memoria y sus obras.
Ha existido en
las tres o cuatro últimas décadas un divorcio silencioso e insidioso entre la
tensión intelectual y la industria corporativa del libro, con breves periodos
de reconciliación. Por más que los recursos publicitarios de la industria cultural no
garanticen la calidad narrativa, intento no caer en el error opuesto de pensar
que lo marginal es una medida de calidad. No lo es.
Salvo autores
sueltos, voluntades quemadas, ¿existe un relevo para el espíritu de resistencia
y contestación de estos autores? ¿O fueron el último fogonazo de una cultura
literaria que se acaba?
Si la única
alternativa cultural a la publicidad de la industria cultural es una publicidad
alternativa, no habrá alternativa cultural. Rechazo los agravios comparativos,
la queja complaciente.
Aprendamos de los
mejores: talento, ideas y vocación. Diálogo y debate. Y obras bien hechas.
Mientras algunos
se empeñan en destruir, unos pocos nos empeñamos en seguir creando.