Hace justo un par de semanas decidí no publicar artículos de
opinión política en las redes sociales virtuales. Las ventajas dudosas de la
inmediatez y la difusión potencialmente enorme son contrarrestadas por esa
inestabilidad propia de los terrenos pantanosos, ni agua ni tierra. Las redes
sociales en internet ni dejan de ser ese marco cercano de las relaciones
sociales inmediatas (la familia, los amigos, los compañeros), donde uno suele expresar
con naturalidad sus emociones, ni ese otro marco de los medios de comunicación
profesionales, donde cabe esperar una elaboración de la argumentación y una
responsabilidad a la altura de la tribuna. Como demuestran algunos
linchamientos, también virtuales, a menudo no se consiente en las redes la
naturalidad de la expresión; pero tampoco se valora la elaboración de la
argumentación. Así que ¿para qué escribir, para quién escribir?
No podemos dejar de hacerlo, no hay otra respuesta.
He dejado pasar varios días y hoy ya no tengo ganas de rasgarme
públicamente la camisa. Ni siquiera sabría decir si estos tiroteos
indiscriminados en París son un escalón superior a la matanza de los
caricaturistas, hace varios meses. El atentado de
Charlie Hebdo tenía un objetivo
claro: inhibir la libertad de expresión. Ahora, el objetivo, al extenderse a
toda la población (asistentes a un concierto o a un partido de fútbol,
ciudadanos que disfrutaban de la conversación en una terraza), ha perdido
concreción y se ha vuelto más difuso: alterar, someter, acabar con un modelo de
convivencia. ¿Es este atentado esencialmente peor que el que se cometió en la
Estación de Atocha, en Madrid, hace diez años? Existe una diferencia: quien pone
una bomba en un tren aplaza el resultado y lo mediatiza, puede alejarse
físicamente del escenario y mentalmente de sus víctimas, que no elige una por
una, que no individualiza. En París, los asaltantes de la sala Bataclan estaban
disparando cada bala sobre un cuerpo, un rostro, un gesto. Esa actitud exige unas
lentes opacas: demos por descontado que los terroristas no reconocieron
personas en sus víctimas. Antes de asesinar, el asesino deshumaniza, y al
hacerlo, claro está, se deshumaniza a sí mismo. Recuerdo aquella reflexión de un
preso de los campos de concentración acerca de los ojos transparentes, la
mirada, la ausencia de mirada de los carceleros nazis.
Es un proceso que se invierte, porque, como decía, al
deshumanizar a su víctima, el verdugo se deshumaniza, y al hacerlo, también
nosotros podemos ya verlo como una no persona. Estoy constatando algo que ya ha
sucedido: “civilización o barbarie”, se nos ha dicho, y esta disyuntiva es básicamente
cierta, aunque ni el diagnóstico ni las soluciones se hayan aclarado aún lo
suficiente. Lo que hay de cierto es que el terrorismo no tiene cabida en la
civilización, no puede consentirse, hay que luchar contra él. ¿Por qué medios?
¿Con qué herramientas?
De todas las crónicas y entrevistas de los últimos días, me ha
llamado la atención especialmente el testimonio de una periodista francesa que
explicó que tras los atentandos de Charlie
Hebdo, un buen porcentaje de los jóvenes estudiantes franceses, en torno a
un quince por ciento, se negaron a secundar el minuto de silencio.
¿Ha fracasado el multiculturalismo en Reino Unido? ¿Ha
fracasado la asimilación en Francia? Parece que sí, al menos en parte y
provisionalmente.
Una pregunta que es un apunte: ¿puede ser la democracia sólo
un marco institucional, como pretenden algunos sectores del conservadurismo, más
bien reaccionarios?
¿Acaso no existe una cultura democrática, una cultura
transversal y de la participación, una cultura del pluralismo y la creatividad,
del reconocimiento de la igualdad y el ejercicio de las libertades, que permita
la interiorización y extensión de nuestros valores democráticos?
A respetar al dibujante se aprende haciendo un dibujo. Ejerciendo
una libertad se aprende a respetar una libertad.