Un cuento de Navidad
Érase una vez un hombre, llamado Felipe E. M., que pasó tres años y tres meses en prisión por conducir ebrio el vehículo en que murieron su hija mayor y una de las amigas de ésta. Condenado por un doble delito de homicidio imprudente, el juez le impuso la pena mínima, al estimar que ya había recibido «el peor castigo posible, como es el fallecimiento de su propia hija».
'Cuento de Navidad' está incluido en la novela Actores sin papel. |
El viernes en el que el universo entero se burló de Felipe, habían asistido a la boda de un sobrino. La ceremonia civil se celebró en el Ayuntamiento de Salamanca y el banquete tuvo lugar en unos salones próximos a la Plaza Mayor. A última hora de la tarde, muchos invitados y los amigos de los recién casados volvieron a citarse en una discoteca de las afueras. Bailaron y bebieron, se divirtieron hasta bien avanzada la madrugada. Hay instantes en los que uno, sin ningún motivo de peso, se agacha para atarse mejor los zapatos, y esta decisión cambia su vida. Felipe permaneció agachado a la puerta de la discoteca no más de un minuto, y cuando se incorporó, su mujer ya había aceptado, entre risas, subirse al vehículo de unos familiares que vivían en su misma calle. Esto hizo posible que al coche de Felipe subiera un grupo de cuatro personas: su hija Lidia y dos amigas, una de ellas Eva, que se sentaron detrás, y el novio de su hija, Carlos, que ocupó el otro asiento delantero.
En los años que siguieron, no pasó un día, una hora, en que Felipe no reviviera la salida de la autopista en la que tenía que haber reducido a cuarenta kilómetros por hora, la curva donde perdió el control del vehículo y éste saltó por encima del quitamiedos para dar dos vueltas de campana, hasta chocar lateralmente contra un árbol de la avenida. Había bebido cuatro o cinco combinados y ni siquiera había recordado a su hija y sus amigas que se pusieran el cinturón de seguridad. No se defendió en el juicio.
Felipe era una persona locuaz, pero el accidente le cambió el carácter. En la cárcel recibió casi todas las semanas la visita de familiares, de alguno de sus cuatro hermanos, que se rotaban, de sus primos y cuñados, de amigos y compañeros de trabajo. Él les pedía que no regresaran. «Necesito estar solo para pensar», mascullaba. Su hija menor, Alicia, acudía sin falta todos los viernes a la salida de la universidad y le traía revistas. Le hablaba de sus estudios, de las cosas de la casa, de cómo se encontraba su mujer, de si habían tenido que llevar el perro al veterinario. A Felipe le costaba encontrar palabras y seguir la conversación, prestar atención a lo que se le decía. A veces sólo veía los labios de su hija moverse, mientras un pitido le llenaba los oídos. En su celda, hojeaba sin interés las revistas, sin entender nada, y las guardaba bajo el colchón. Solía expresarse con monosílabos. Apenas si dormía por las noches y su cabeza parecía haber caído en un lecho de sopor.
Al comienzo del segundo año en prisión, recibió la visita de Carlos, el novio de su hija muerta. Tras el accidente, había permanecido hospitalizado un mes con fracturas múltiples, inmovilizado. Le dijo que sólo quería cerciorarse de que estaba bien, que no tenía nada que perdonarle, que había sido un accidente, que la noche de la boda, todos los conductores habían bebido. «Son cosas que pasan», añadió. También dijo que él y su familia habían decidido no poner una demanda particular, frente al criterio del abogado. Felipe pensó que quizá debía darle las gracias, pero sólo fue una ocurrencia sostenida en el vacío. «Quiero que sepa… prefiero que se entere por mí antes que por otros —continuó Carlos—. Salgo con una chica desde hace varios meses. Nos casaremos el año próximo». Felipe asintió. «Pero nunca olvidaré a Lidia», añadió Carlos. Felipe volvió a asentir. «Tienes que rehacer tu vida», pensó, pero no llegó a decirlo. Los días siguientes, recordó numerosas veces ese pensamiento: «Tienes que rehacer tu vida…»
Su mujer no vino a verle hasta que tan sólo faltaban dos meses para que fuera puesto en libertad. Cuando al cumplir la mitad de la condena, Felipe se negó a solicitar el tercer grado, su mujer expresó la idea infantil de que la causa era ella, que su matrimonio se había roto. «Eso es absurdo —le dijo Alicia—. Papá cree que en prisión está pagando su culpa. Tiene miedo de verte. En vez de seguir acusándole con tu silencio, ve a visitarle. Ve a verlo y dile que le quieres».
Su mujer intentó verlo dos días, pero en las dos ocasiones, se dio media vuelta a la mismas puertas de la prisión y regresó a casa. El tercer día, pasó finalmente por el registro y entró en la sala de visitas. Mientras esperaba, sentía que en cualquier momento iba a echarse a llorar. Aunque le habían advertido de que su marido había adelgazado mucho, nunca imaginó lo que tres años de cautiverio y remordimientos habían hecho de él. Tenía el pecho hundido, los hombros caídos. Los ojos parecían escondidos entre la frente y los pómulos, no había brillo en su mirada. Permanecieron un rato interminable sentados frente a frente en sendas sillas. A ella le temblaban las rodillas, tenía la garganta seca. Él mantuvo la cabeza agachada durante varios minutos. Luego, sin alzar la mirada, deslizó una mano hacia ella, despacio. La tocó el brazo con la mano. Puso la mano sobre su mano, reclamando su tacto. Aquellos dedos parecían quemarla. Resistió unos segundos, pero bruscamente apartó la mano. «Lo siento, no estoy preparada —dijo, poniéndose en pie—. Todavía no».
La mañana del lunes en que lo pusieron en libertad, su hermano menor fue a recogerlo a la prisión. Éste tuvo la impresión de sostener a un muñeco mientras lo guiaba hacia el coche, sujetándolo por el codo. No hablaron en el trayecto, y Felipe le pidió que no lo acompañara hasta la puerta de casa. El hermano estacionó en la esquina de la calle Viseu y siguió con la vista a Felipe los cincuenta metros que lo separaban de la casa, hasta que lo vio subir las escaleras y detenerse en el rellano. Entonces arrancó de nuevo el coche y se marchó.
Felipe no llegó a tocar el timbre de su casa. Retrocedió ante la puerta y bajó las escaleras que acababa de subir. Su mujer, apartando la cortina de la ventana de la cocina, lo vio alejarse hasta el otro extremo de la calle, donde dobló la esquina.
No se puede decir que Felipe vagabundeara por Madrid. En realidad, toda su vida en Madrid se desarrollaría en un radio de dos kilómetros desde la Estación Sur, donde le había dejado el autobús procedente de Salamanca. Durante la primavera y el verano, durmió en las gradas del auditorio a cielo abierto del Parque Tierno Galván. Se hacía un lecho de periódicos y cartones, para evitar la humedad, y por almohada utilizaba el hato de ropa vieja. Por las mañanas, regresaba a la Estación Sur y veía llegar y partir autobuses durante horas, o paseaba hasta la plaza de Legazpi. Por las tardes, caminaba nunca más lejos de la Estación de Delicias y de la de Atocha. Conoció a otras personas que, como él, vivían en la calle. Sus nuevos amigos le informaron de dónde había un comedor social y a qué puerta llamar para conseguir una camiseta o un pantalón; en qué bar le servirían de vez en cuando un café caliente o un té; dónde dormir sin que le molestaran los municipales y dónde darse una ducha; y en qué comercios o en qué iglesias, y a qué horas, podría pedir limosna para reunir algo de dinero. Eran amistades extrañas, de solitarios que se atraían y al mismo tiempo se rechazaban. Otro vagabundo, otro sin techo, era como un espejo que les devolvía la imagen de su propia condición. Se saludaban con un gruñido o un gesto de la cabeza, a veces caminaban juntos unos centenares de metros, luego se separaban sin despedirse.
De vez en cuando, entraba en una cabina telefónica y llamaba a casa. «¿Diga?» contestaba su mujer. Él no respondía, tragaba saliva. «Yo…» comenzaba a veces, pero se detenía. Si pudiera llorar, si tan sólo pudiera llorar… Pasaban minutos en silencio. Él escuchaba los ruidos de la casa, el aliento de su mujer, el ladrido del perro y el rumor de la televisión, o el canto de un jilguero del vecindario… Ella intentaba identificar los sonidos de la calle, los autobuses y los coches. «¿Dónde estás?» le preguntaba. «Dinos dónde estás y vamos a buscarte». Le pedía perdón. Le decía que había sido injusta con él, que necesitaba verlo, que si aún guardaba algo de cariño por ella y por su hija, tenía que regresar a verlas, que no podía mantenerlas con esa incertidumbre. «Perdóname». Felipe veía cómo el contador de la cabina iba bajando, las monedas se acababan, la comunicación se cortaba.
Conforme avanzó el otoño y llegó el invierno, invirtió la rutina. Si no llovía, iba al Parque Tierno Galván por las mañanas y tomaba el sol en el auditorio. Por las noches, merodeaba por los alrededores de la Estación Sur o por la Plaza de Legazpi. Se veía reflejado en los escaparates. La mala alimentación le había hecho engordar. Estaba sucio. Tenía el pelo y la barga largos. Vestía un gabán viejo, unos pantalones con parches. Había profundidad en su mirada. Todo le daba el aspecto estrafalario de un personaje de cómic.
La mañana del 24 de diciembre, aún se encontraba acostado en el acceso de un comercio de la Plaza de Legazpi, cuando un muchacho negro se acercó a él y puso a su lado un estuche. Era un estuche grande, rígido, largo como una metralleta o incluso más. Eso pensó, que bien podía ser una metralleta, aunque, por la forma, también podía tratarse de un instrumento musical.
«Toma —le dijo el muchacho—, es un jamón».
Felipe aún estaba somnoliento. Había mucha gente por la plaza, pero no tanta como un día laboral. Hoy era sábado. El sol pálido de la mañana le daba en pleno rostro y lo deslumbraba.
«Es un jamón —repitió el muchacho—, es para ti. A mí no me gusta. Feliz Navidad».
«¿Quién eres?» preguntó rezongando al muchacho, que se alejaba y no le oyó.
El estuche era pesado. Era cierto, olía a jamón. Abrió unos centímetros la cremallera y el olor se esparció por el aire.
Miró de nuevo hacia el muchacho, justo en el momento en que éste comenzaba a descender las escaleras del metro.
«Felices fiestas, amigo negro —musitó—. Felices fiestas…»
Aún estuvo un buen rato sentado a la entrada del banco. Qué suceso tan extraordinario. Un jamón, un jamón de Guijuelo, con denominación de origen. Sonrió un instante, pero enseguida recuperó la expresión adusta. Felipe nunca había creído en las premoniciones. Realmente, nunca había creído en nada, salvo en el azar de las cosas y en la voluntad de las personas. «El azar y la voluntad», repitió para sí mismo en voz baja. El azar y su imprudencia le habían arrebatado a su hija. ¿Qué podía significar que un muchacho negro le regalara un jamón de Salamanca? Sólo significaba eso, que un muchacho negro le había regalado un jamón de Salamanca. Nada más que eso. Eso era todo, pero era mucho, al menos para él.
Tenía la impresión de que hoy le iba a suceder algo. No: ya le había sucedido algo. Recogió la manta, el hato de ropa y los cartones y se dirigió hacia el parque como de costumbre. Demasiada carga para un hombre con sólo dos brazos. Uno ya lo tenía ocupado con el estuche del jamón. Los cartones se le deslizaban y se caían, así que al final decidió tirarlos en un contenedor. ¿Por qué ir al parque? A medio camino, volvió sobre sus pasos hasta la plaza y luego subió por el Paseo de Delicias. Se cambió de acera, tomó por Embajadores. En la segunda calle a la izquierda, le llegó el olor a fruta del Mercado Guillermo de Osma.
En un puesto le pagaron ciento cincuenta euros por el jamón. Felipe no quiso regatear, aunque sabía que podrían revenderlo por hasta trescientos euros. Aparentó dejarse convencer por el tendero, que afirmaba hacerle un favor. Algo de razón tenía. Y qué importaban cien euros más o menos. Para él, era suficiente. En una tienda frente al mercado, compró un paquete de cuchillas y espuma de afeitar. Volvió al Paseo de las Delicias y elevó la vista hacia las fachadas, en busca de carteles de hostales. ¿Cuánto tiempo hacía que no levantaba tanto la mirada?
Alquiló una habitación por una noche en una quinta planta, con baño completo y una cama grande con sábanas limpias. Insistió a la recepcionista en que la habitación debía tener baño completo y una cama grande con sábanas limpias. Pagó por adelantado y añadió otros diez euros para usar la lavadora.
Mientras ponía una lavadora con el hato de ropa vieja, se bañó a conciencia, restregándose bien con la esponja y el jabón. Luego se afeitó. Necesitó gastar seis cuchillas para apurar el afeitado y que la piel de la cara quedase suave. Qué podía hacer con la cabellera, que le llegaba hasta los hombros. Finalmente, se decidió por una coleta.
Le daba vergüenza volver a ponerse la misma ropa que acababa de quitarse, y la otra tardaría en secarse… Decidió emplear el secador de pelo. Tardó más de media hora en secar los pantalones, la camisa y la muda de ropa interior. Luego salió a caminar, esta vez hasta el Paseo del Prado. Nunca había llegado tan arriba. Comió un menú del día en un restaurante barato de la calle de Atocha. Por la tarde, paseó por los alrededores del Palacio Real y por la Plaza Mayor. Había puestos navideños, que vendía matasuegras, gorros de Papá Noel y figuritas de Belén. Regresó pronto al hostal, pidió que lo despertasen a la mañana siguiente temprano y se acostó. Durmió como hacía meses… como hacía años que no dormía, en la cama grande y de sábanas blancas.
Despertó antes del amanecer. Aún quedaban tres horas para que saliera el primer autobús hacia Salamanca.
Fantaseó tendido en la cama con las manos tras la cabeza. Se imaginó apeándose en la Estación de Autobuses de Salamanca y caminando hasta la otra orilla del río Tormes, hasta el barrio obrero de Chamberí y las casas adosadas de la calle Viseu. Quién podría reconocerle con esta ropa, con esta coleta. Recorrió diez veces con la imaginación su calle, diez veces subió las escaleras y diez veces llamó a la puerta. Su mujer había envejecido, pero conservaba la mirada castaña que le había enamorado tantos años atrás. Sabía que esta vez no retrocedería ante la puerta. Esta vez pulsaría el timbre y esperaría a que su mujer le abriese. Tenía una nueva oportunidad y no la desaprovecharía. Sabía que ahora ya estaba preparado para dejarse perdonar.
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