En la conversación surge el novelista alemán Hermann Hesse y su novela Siddhartha. Por su sensualidad, la sencillez del estilo y la profundidad del carácter trazado, ésta es la mejor de sus obras, mejor incluso que Narciso y Goldmundo, y mucho más convincente que El lobo estepario, cuyo éxito quizá se deba a cuestiones extraliterarias. Si en Narciso y Goldmundo Hesse trazaba la historia paralela de dos amigos, exponentes de un carácter científico y uno estético, en Siddharta, bajo el pretexto de una ficción biográfica sobre el primer buda, recreaba la búsqueda individual de la verdad y el absoluto, que se funde con el devenir de todas las cosas. Para un no creyente como yo, el temperamento religioso hondo es una manifestación de la agonía individual.
El mismo comienzo de la novela es un canto a la libertad y a la responsabilidad que ésta descarga sobre el individuo. No he querido volver a leerla, prefiero paladear el recuerdo. El joven Siddharta tendrá que demostrar al padre su determinación de abandonar la casa. Pero no quiere hacerlo a escondidas. No quiere romper ni fracturar su biografía, sino prolongarla tomando las riendas. Durante una noche, Siddharta permanecerá de pie sobre una estera. Sus piernas tiemblan. Exhausto, con los miembros entumecidos, seguirá de pie al amanecer, cuando su padre acaba por entender que una voluntad no se domeña sin romperla.
Con el permiso del viejo padre, Siddharta se echará al mundo, degustará sus músicas y sus sabores y luchará por encontrar la verdad.
Hesse no escribió la historia del padre de Siddharta. Sólo un padre sabio, justo y fuerte pudo medir el valor del hijo y dejarle marchar con una bendición. Me gusta pensar que en los años de vejez que siguieron, ni un día pasó sin que el viejo padre pensara en su hijo.