Que a falta de unos pocos días
para las elecciones, el número de personas indecisas supere al de las que ya se
han decidido por la lista mayoritaria, es una buena noticia para la democracia.
Si no hubiera indecisos,
podríamos evitarnos las convocatorias a urnas; bastaría con contar carnés de
afiliados o pasar lista a los seguidores de las cuentas de los líderes políticos en
Twitter.
Hay razones profundas por las
que un ciudadano de cualquier condición puede tener una preferencia invariable:
porque honestamente comparte el ideario de una formación, por compromiso con la
historia y las luchas de sus antecesores… Estas personas conforman los
cimientos de un partido, su suelo. También existe el votante oportunista, que
se limita a sopesar conveniencias inconfesables. Antes que votante, es cliente.
Quizá de la cuota de poder de ese partido dependa la firma de un contrato, una
subvención, un trato de favor ante la Administración para sí mismo o para su
marca, empresa o gremio. Pero los ingenieros de la propaganda explotan otros
motivos de decisión. Conocen la sensibilidad de nuestro cerebro a los colores,
ciertas melodías e iconos, a las palabras huecas que parecen decir algo y sólo
despiertan reacciones…
Su fuerza no es desdeñable. A lo largo de la historia, ha tumbado gobiernos corruptos y ha invertido mayorías parlamentarias. No se mantiene fiel con quienes incumplen sus promesas. Tiende a recelar del tic autoritario y a castigar las ilusiones infundadas. Pero, sobre todo, lleva en su propia indecisión las marcas de la diversidad. Al considerar en su conciencia dos, tres opciones, cobija la semilla de la pluralidad que es la base de las democracias.
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