La guerra de Svejk
por José Marzo
Un combatiente de la I Guerra Mundial, avanzando en medio de una nube de gas tóxico. |
En 2014 se conmemora el centenario del comienzo de la Gran Guerra. Millones de muertos, un reguero de destrucción y resentimientos nacionales, que obtuvo como respuesta el surgimiento de una nueva literatura y de un movimiento pacifista internacional. Desde entonces, los fundamentos para la ruptura de la paz cambiaron radicalmente.
El 29 de junio de 1914, Svejk fue detenido por un agente secreto en la taberna El Cáliz, acusado de alta traición. El motivo fueron sus palabras a propósito del asesinato a balazos el día anterior, en Sarajevo, del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del imperio austro-húngaro. Las tabernas eran espacios de concordia, largueza y sinceridad: "Paga tu cerveza, siéntate en la taberna y habla lo que quieras ", afirmaba el tabernero, aunque, cauto y escamado, ya rogaba a los contertulios que hablaran de otra cosa, pues "se dicen muchas sandeces y luego le pesan a uno". Porque el poder autocrático encuentra en su aplicación arbitraria su genuina expresión; la arbitrariedad segrega el miedo con que el autoritarismo se engrasa. Por eso, nunca sabremos con seguridad si el arresto se debió a que Svejk pronosticó la guerra, que se declararía formalmente apenas un mes después, o a los comentarios burlones sobre el archiduque. También el tabernero sería detenido, en su caso por haber retirado de la pared un retrato sucio del Emperador ("las moscas cagaban en él"). Este tono burlón, de una ironía que a veces raya en el sarcasmo, será la seña de identidad de la novela Las aventuras del buen soldado Svejk, del escritor checo Jaroslaw Hasek: la parodia de una guerra en la que se mostró como nunca antes la fractura abierta entre las clases dirigentes del continente y los ciudadanos de a pie.
En verano de este año 2014, se conmemora el
centenario del estallido de la Gran Guerra, que los historiadores, con la
ventaja de la retrospectiva, nos han acostumbrado a llamar I Guerra Mundial. El
salto cualitativo tecnológico, con la sustitución del caballo por el vehículo
motorizado, la irrupción de las fuerzas aéreas o la entrada en juego del
submarino; el nuevo mapa mundial, con la desaparición de viejos imperios y el
desplazamiento del equilibrio de poder hacia el Atlántico... y también los ocho
millones de muertos y la movilización de todas las capas de la sociedad civil,
desencadenaron un cambio de percepción radical de la guerra.
El escritor estadounidense Dalton Trumbo con su esposa Cleo (1947) |
"Que aquellos que están ya en mi contra
traten de representarse lo que la guerra fue para muchos chicos: cuatro años de
grandes vacaciones". Estas palabras del narrador protagonista de la novela
El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet, resumen el extrañamiento ante la
contienda compartido por una mayoría de sus coetáneos. Hagámonos una más justa
idea de su provocación: su historia de aprendizaje en el amor transcurre en la
retaguardia a orillas del río Marne, a poca distancia del frente franco-alemán
y de Verdún, donde tuvo lugar la batalla de trincheras más decisiva por la
defensa de Francia, con el saldo de un cuarto de millón de bajas y medio millón
de heridos entre ambos bandos.
Pero la Gran Guerra fue la última
contienda que pretendió legitimarse unívocamente por ideas imperialistas, la
grandeza de las naciones y la superioridad de la civilización, procediendo obscenamente
al reparto de las colonias. En las dos décadas siguientes, una nueva cultura de
la guerra se extendería entre la población de todas las potencias implicadas,
tanto en Europa como en América del Norte. A la muy explícita novela del checo
Hasek y al desdén de la del francés Radiguet, ambas publicadas a principios de
los años veinte, podemos añadir Senderos de gloria, del estadounidense Humphrey
Cobb, y Johnny cogió su fusil, del estadounidense Dalton Trumbo, publicadas
respectivamente en 1935 y 1939. La primera, llevada al cine por Stanley Kubrick
en 1957, cuyo guión sigue siendo un modelo para aprendices de cineasta, se
centra en la orden imposible de tomar una colina, la desobediencia y el juicio
posterior. En cuanto a Johnny cogió su fusil, sería llevada al cine por el
propio Trumbo en 1971. Qué novela tan extraordinaria. Es el largo monólogo
interior, inconexo y sin comas, entre el recuerdo, la realidad y la pesadilla,
de un soldado que lo ha perdido casi todo (ciego, sordo, sin brazos ni piernas,
sin labios...). Primero víctima de la guerra y luego de la burocracia, lucha
por comunicarse y no perder también la razón. Trumbo quizás fue más allá que
otros, anticipándose al existencialismo y confrontándonos con la historia de un
hombre sencillo y solo ante la maquinaria de la guerra, que no se detiene ni
siquiera cuando la paz ya ha sido restablecida.
Novelas como éstas acompañaron durante
veinte años un estado de ánimo y de pensamiento que cuestionarían la
legitimidad de la guerra y en algunos casos cuajarían en un pujante movimiento
pacifista, transversal y trasnacional, que bajo formas diversas se ha hecho ver
desde entonces en cada cita bélica. ¿Un pacifismo absoluto, a cualquier precio?
La trayectoria intelectual y política de
Albert Einstein es el exponente de la tragedia intelectual del pacifismo
contemporáneo. Sus investigaciones físicas y descubrimientos habían allanado el
camino para la invención de la bomba atómica. Ya en octubre de 1914, profesor
en Berlín, se había negado a firmar el llamado "Manifiesto de los Noventa
y Tres", con el que relevantes científicos, intelectuales y artistas
alemanes expresaron su apoyo a la invasión alemana de Bélgica, que decidiría la
participación de Reino Unido en la guerra. En los años veinte colaboraría con
la Liga de Naciones. En 1939, en Estados Unidos, adonde se había exilado tras
el ascenso nazi, dirigió al presidente Roosevelt la famosa carta en la que le
previene acerca de la fabricación por los nazis de una nueva bomba y de su
capacidad destructiva, al tiempo que le insta a "acelerar los
experimentos". Es el mismo Einstein que poco antes de morir, en 1955, en
plena Guerra Fría, se sumaría al que posteriormente se ha conocido como "Manifiesto
Russell-Einstein", en el que se alerta a la comunidad internacional de los
riesgos de una guerra nuclear y se concluye pidiendo a los gobiernos que
encuentren "medios pacíficos que resuelvan todos los asuntos de disputa
entre ellos". Su trayectoria traza un camino sinuoso, representativo del
que a otra escala han recorrido los intelectuales, los activistas y la mayoría
de los ciudadanos de las democracias occidentales. ¿Qué guerra es legítima? ¿Hasta
dónde alcanza su legitimidad? Preguntas como éstas han seguido planteándose hasta
hoy mismo y no pierden validez.
El escritor francés Raymond Radiguet |
La de 1914, la Gran Guerra, fue la última
guerra romántica, la última guerra ingenua. En 1939, la amenaza de un nuevo
imperialismo, en este caso de signo totalitario, el nazi, amparado en
prejuicios clasistas, racistas y nacionales, marcó los límites del pacifismo.
Los futuros gobiernos encontrarían muchas dificultades para excusar guerras por
intereses particulares bajo la cobertura de ideologías mistificadoras. En
adelante, deberían contar con el parecer de los taberneros, los adolescentes
con sed de vida y los soldados Svejk y Johnny, ganar su apoyo o, cuando menos,
su consentimiento tácito. A fin de cuentas, desde el fin de la Gran Guerra, con
la piedra de toque de la II Guerra Mundial, y pese a todos los tropiezos,
errores y desvíos, una guerra sólo se legitima al amparo de los principios de
la libertad y la igualdad, fuentes del pluralismo, las libertades y la justicia
de la convivencia democrática. Al defender al mismo tiempo el pacifismo y la
democracia, incluso con la guerra, no incurrimos en paradoja. Si la humanidad
ya está creando marcos para la resolución de disputas, ¿deberíamos consentir su
destrucción?
José Marzo es novelista.
Su último título publicado es Actores sin
papel (ACVF Editorial)