A Elena la despertó un ruido de vasos y cubertería procedente de la cocina, en la planta baja. También creyó oír voces cruzadas y percibir un suave aroma a café. Le costó aún varios minutos ubicarse. Las paredes pintadas al temple, los altos techos con vigas de madera, la cómoda y la mesita de noche rústicas. A través de las cortinas, se filtraba la luz azulada de la mañana. Salió en bata de la habitación y, al final del pasillo, al que daban las puertas de los cuatro dormitorios, se encontró en el salón vacío, sin más mobiliario que algunas sillas plegables apiladas en una esquina.
Abajo, en el comedor, Jaime estaba sentado a la mesa leyendo el periódico. Con él se encontraba una mujer, que preparaba el desayuno. Pese al delantal, su aspecto difería mucho del de una sirvienta. Llevaba el pelo recogido en un moño, que acentuaba su estatura, vestía blusa y pantalones claros y calzaba tacones altos. En ese momento ponía las tazas en la barra de la cocina americana.
–¡Aquí está Elena! –la saludó con una sonrisa al verla bajar por la escalera. Secándose en el delantal, fue a su encuentro y le tendió una mano–. ¡Qué ojos tan bonitos! ¡Y qué joven! Yo soy Cristina –Ante la confusión de la recién llegada, precisó–: La mujer de Lisardo, vuestro productor. No he querido dejar pasar la oportunidad de venir a veros la primera mañana.
Jaime, sin levantar la vista del periódico, se limitó a dar los “buenos días” entre dientes.
El día anterior, él y Elena, después de atravesar toda la provincia de Huelva de sur a norte, habían llegado a Aracena a media tarde. Se animaron a dar un paseo por la ciudad, dinámica y comercial, llena de cafés y plazuelas empedradas. Subieron al castillo. Les encantó la vista sobre la población, encajada entre montes arbolados, encendidos por el último sol del día. Como una niña, Elena se había apoyado en el pasamanos de madera del mirador y, cogiendo mucho aire en los pulmones, había gritado:
–¡Aracena! ¡Qué guapa eres!
Al oírla, y viendo a otros turistas cerca del mirador, Jaime había hecho un mohín de fastidio. Luego cenaron en un restaurante con sillas de enea y manteles a cuadros. Estaban desganados, agotados. No sabían cómo llegar a la casa rural La Fuentecilla, a unos tres kilómetros de Aracena. Una carretera solitaria les condujo hasta la aldea de Carboneras. Allí debían tomar una pista rural. Pero de nada les servían las coordenadas GPS de la vivienda si el coche no disponía de navegador. Además, en pleno parque natural, ni siquiera sus móviles tenían cobertura. Aunque ya eran más de las diez de la noche, encontraron en la calle a un hombre que se ofreció a guiarles.
(...)
De la novela Olga y la ciudad
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