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Sólo cuando se desbocaron los acontecimientos que nos han conducido a la actual situación fui consciente de que el drama había tenido un prólogo en mi niñez.
Fue cuando yo tenía siete años, durante una de aquellas vacaciones estivales que pasábamos en San Felipe, una finca que había sido de mi abuelo y ahora era de una de mis tías. Estaba situada a unos cinco kilómetros de Sevilla en dirección a Extremadura, al pie mismo del cerro de El Carambolo, donde, andando los años, habrían de descubrir un fondo de cabaña y un fabuloso tesoro del rey Argantonio, que sacó a Tartessos de las nieblas legendarias y lo asentó en la historia.
Con sólo estar a una legua escasa de Sevilla, mi perspectiva infantil la situaba fuera de toda atmósfera urbana, en pleno corazón de un paisaje de pastos, colinas, terrenos de labor, acequias, matos y arboledas. He comprobado de mayor que, desde allí, eran visibles la Giralda y muchas torres y espadañas de Triana. De niño, sin embargo, no recuerdo haber visto nada más allá de un horizonte brumoso de franjas rosas y violáceas, bajo el azul turquesa, rizado a trechos por las copas de una fila de eucaliptos y a trechos peinado por el talud lejano de la vía del tren. De San Felipe son los recuerdos más intensos que conservo de mi niñez.
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Principio de Jaramagos y otras flores amarillas, de Manuel García Viñó (El Garaje, 2013)
(leer reseña de la novela en La Tormenta en un Vaso, a cargo de Miguel Baquero)